A veces, las palabras se hundían junto al barquito de papel,
sin haber visto olas más allá de las fabricadas
por los patitos de la bañera.
No solo le gritábamos a los tres vientos
todos nuestros errores,
sino que al cuarto —el más discreto—
se los escribíamos por si acaso.
A gramos, y en familia, comprábamos momentos felices.
Todo valía. No nos cansábamos de vivir,
o al menos de fingirlo.
Tropézabamos mil veces
con diferentes piedras;
era nuestro ritual secreto
para mantener los ojos abiertos.
Envejecimos. Y uno a uno,
fallecimos.
Ahora, recordando aquellos tiempos,
apenas una leve —y vergonzosa—
sonrisa nostálgica me abriga la cara.
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